jueves, 3 de junio de 2010

El enamoramiento como una de las malas artes

Los cuentos románticos, las novelas rosas, los culebrones televisivos y las películas rosas nos muestran al enamoramiento como el más puro y noble de los sentimientos. Nos hablan de sus virtudes mil y de su perfección emocional. Si uno está enamorado, se convierte en el más bueno de los seres vivos y todo alrededor se transforma en un mundo de luces deslumbrantes y tonalidades pastel. Se nos dice que para ser felices no hay como estar enamorados y que esa es la fuente de la dicha y la bonhomía.

Por desgracia las cosas ni por asomo son así. El estado de enamoramiento esconde, en demasiadas ocasiones y detrás de sus disfraces llenos de holanes y colorido, a una bestia salvaje y destructora, un ente maléfico y despiadado que sólo busca la satisfacción propia a costa de lo que sea.

Aparte de lo que muchos especialistas han descubierto, acerca de cómo al estar enamorado el ser humano se obnubila, se enajena, se aleja de la realidad y la trastoca de manera neurótica y obsesiva, aparte de ese estado de virtual estupidización en el cual tantos hemos entrado al sentirnos enamorados y en el que solemos ver a la persona a quien supuestamente amamos como un dechado de virtudes absolutas, de belleza total y de perfección intachable, aparte de eso, hay un punto todavía más grave y preocupante: el de la exacerbación del egoísmo que se transforma, con alarmante frecuencia, en celos y en odio.

La cuestión central vuelve a ser aquí la de esa terca confusión entre el enamoramiento y el amor. Amar a alguien (“To love somebody”, dirían los Bee Gees en voz de Janis Joplin) significa anhelar la felicidad del otro, pensar en su dicha y su bienestar. Pero qué pasa cuando esa felicidad, esa dicha y ese bienestar no los encuentra con nosotros sino con otra u otras personas?

He ahí la prueba de si amamos a alguien realmente. Si somos capaces de sacrificar nuestros deseos aun cuando no sean recíprocos por parte del individuo a quien decimos amar, es que realmente lo o la amamos. Pero sí, por el contrario, reaccionamos con rabia, coraje, despecho y aborrecimiento porque él o ella no buscan su felicidad a nuestro lado, eso no es amor, es enamoramiento que es decir obsesión enferma, empecinamiento fanático, ciega e intransigente insensatez.

Si el enamoramiento puede llevarnos al odio y a albergar los peores sentimientos, llamarlo amor es un absoluto despropósito. El único amor que existe ahí es el amor propio, el amor a uno mismo, el amor egoísta que, bien visto, ni siquiera así alcanza a ser amor, no en el sentido luminoso y feliz del que hemos dotado a esa palabra, a ese concepto.

Amar a alguien debería pasar por el desprendimiento y la generosidad. Eso es amar en verdad. Quererlo para una, para uno, a como dé lugar y pasando por encima de quien sea y de lo que sea, es estar enamorado, sí, pero de uno mismo y de sus instintos y sentimientos más ególatras y narcisistas. Es una actitud caprichosa. Como la de un niño terco en conseguir un dulce y no en que otro tenga la posibilidad de llevar ese dulce a su boca.

Enamoramiento y amor, dos conceptos no sólo distintos sino casi siempre –o siempre– contrapuestos.

lunes, 17 de mayo de 2010

Sin ti


“Sin ti no podré vivir jamás”, reza el célebre y musicalmente muy hermoso bolero escrito por Pepe Guízar. En esa creencia hemos sido educados, hombres y mujeres, todo este tiempo. “Sin ti no hay clemencia en mi dolor, la esperanza de mi amor te la llevas por fin”. ¿De veras? ¿Realmente no podemos vivir sin la presencia de la persona a quien decimos amar? ¿Y si esa persona no quiere estar más con nosotros? ¿Y si decide irse? ¿No podremos seguir viviendo? ¿Tendremos que cortarnos las venas, ahogarnos en una tina o beber cianuro? Por supuesto que no.

En esa infame idea de que nuestra felicidad debe depender del otro o la otra nos hemos hundido absurdamente, hasta el punto de hacer del amor –o más bien del enamoramiento– un concepto más identificado con el dolor que con el gozo, con la pena que con la dicha.

Hace poco, una amiga me contaba desconsolada que había roto con su novio. Ella había tomado la decisión, por la sencilla razón de que aquel hombre no le daba la atención suficiente y mantenía su noviazgo en una indefinición que para ella resultaba insoportable. “No se comprometía, era evasivo, parecía que yo le avergonzaba”. Sin embargo, al preguntarle si regresaría con él, su respuesta fue contundente: “¡Por supuesto que sí, yo lo amo! Pero tendría que cambiar su actitud”. Ajá.

Somos pésimos para dar vuelta a la hoja y alejarnos de quienes jamás nos darán lo que queremos. Pero, ¿qué es lo que queremos realmente? Lo que demandamos es atención, protección, seguridad, cariño sin medida y, sobre todo, la más total y absoluta exclusividad. Casi nada.

Entonces, vuelvo a la pregunta del principio: ¿en verdad no podemos vivir sin la otra persona? ¿Tan baja tenemos nuestra autoestima que hacemos depender el acceso a la felicidad no de nosotros mismos, sino de quien nos empeñamos en que debe ser nuestra o nuestro? Ahí hay un mal enfoque de las cosas y éste tiene que ver con la forma como –hombres y mujeres, mujeres y hombres- hemos sido educados y condicionados desde niños. La creencia de que el amor es exclusivista resulta por demás dañina y nos hace padecer tristezas innecesarias que, sin embargo, casi siempre se curan con el tiempo y que vistas hacia atrás, al final acaban por resultarnos intrascendentes. ¿Cuántos de nuestros novios o novias de adolescencia, por quienes dábamos la vida y a los que sentíamos únicos, significaron algo importante poco después? En la mayoría de los casos, ninguno.

Nuestra vocación por el melodrama telenovelero nos ha convencido de que el amor es sinónimo de calvario y lo sufrimos en lugar de convertirlo en algo lúdico y en fuente de regocijo.

“Sin ti es inútil vivir, como inútil será el quererte olvidar”, afirma el último verso de la composición de Guízar? ¿En serio? ¡Al demonio! Claro que no será inútil vivir y claro que podré gozar y tener muchos amores y satisfacciones y besos y orgasmos con una, dos, tres, diez, cien personas más. Por todos los cielos, no permitamos ya que el amor sea un bolero falaz (dirían los Aterciopelados). Hagamos del mismo una sinfonía pastoral plena de color, de sabor, de alegría, de variedad y diversificación.

Gocemos el amor y dejemos de sufrirlo de una buena vez y para siempre.

miércoles, 12 de mayo de 2010

El cofre de Ruby


Soy mujer. Mexicana. Tengo veintidós años. Defeña. Rocanrolera. Jazzera. Musiquera. Creadora. Política y socialmente liberal. De izquierda moderada. Alejada de fanatismos y cultos. No soy feminista pero sí femenina. Creo en el amor y dudo del enamoramiento. Rechazo la obsesión emocional y esa falsa idea que identifica al amor con el derecho de propiedad sobre las personas. Profeso el amor libre de ataduras y prejuicios, libre de egoísmos y avaricia, libre de angustias y sufrimiento. Pienso que el amor debe ser sinónimo de gozo y felicidad y no de dolor e incertidumbre. Tampoco creo en el amor exclusivista y dudo que la monogamia sea lo más apegado a la naturaleza humana, sea en hombres o en mujeres. Aquí estaré para escribir sobre los temas que me apasionan y que son sobre todo aquellos que tienen que ver con las relaciones amorosas y el modo como se han tergiversado a lo largo de los siglos hasta convertirlas en fuente de desavenencias, celos, dudas y desdicha. En fin, este es mi cofre, El cofre de Ruby Martes, y espero que del mismo salgan ideas que contribuyan mínimamente a generar un debate sobre eso que algunos llamaron alguna vez el desorden amoroso. Besos para todos los que me lean.